La Semana Santa no es solo una tradición religiosa ni una pausa litúrgica en el calendario. Es, sobre todo, una oportunidad para detenernos, mirar hacia dentro y preguntarnos cómo estamos viviendo las enseñanzas de Jesús de Nazaret. En un país como Venezuela, donde la cotidianidad suele estar marcada por adversidades, el mensaje cristiano adquiere una fuerza especial. No se trata de ideas abstractas ni de ritos vacíos, sino de una propuesta de vida concreta que, si se pone en práctica, puede transformar corazones y comunidades.
El núcleo del cristianismo es el amor. Un amor que se expresa en obras, que busca el bien del otro, que rompe con el egoísmo. Jesús no predicó un amor cómodo, sino uno que exige entrega, sacrificio y empatía. En nuestra cotidianidad, donde usualmente nos cruzamos con personas que viven en condiciones difíciles, amar al prójimo puede tomar formas tan simples como ayudar a un vecino con el transporte, cuidar a los niños de una madre trabajadora o incluso mantener la calma y la cortesía en medio del caos. Son gestos cotidianos que marcan la diferencia y que devuelven humanidad a la sociedad.
Jesús también nos enseñó la compasión, no como un sentimiento pasajero, sino como una forma de vida. Cuando vio a la multitud hambrienta, no se limitó a predicarles: multiplicó los panes. Cuando encontró al leproso, no lo evitó: lo tocó y lo sanó. Esa compasión radical es hoy más necesaria que nunca. En hospitales colapsados, en colas interminables por gasolina o alimentos, en escuelas sin recursos, la compasión se manifiesta cuando decidimos no ser indiferentes, cuando elegimos ayudar, consolar, acompañar. La compasión también se ve en el compromiso con quienes han migrado, con los adultos mayores que viven solos, con los niños que han sido privados de su infancia.
Pero si hay una enseñanza de Jesús especialmente desafiante en nuestro contexto, es la del perdón. Vivimos en un país profundamente dividido, donde las diferencias políticas y sociales muchas veces se convierten en muros difíciles de derribar. El rencor ha echado raíces, y muchos sienten que el perdón es sinónimo de impunidad.
Pero Jesús, incluso desde la cruz, perdonó a quienes lo crucificaban. Su ejemplo nos recuerda que el perdón no anula la justicia, pero sí nos libera del odio. Perdonar no es olvidar; es decidir no responder al mal con más mal. En Venezuela, eso podría significar comenzar a dialogar con quien piensa distinto, dejar de alimentar discursos divisivos y buscar puntos de encuentro por encima de las diferencias.
Otra dimensión esencial del mensaje de Jesús es su llamado a la justicia. Él desafió las estructuras de su tiempo, defendió a los marginados, y denunció la hipocresía de los líderes religiosos. Hoy, su ejemplo nos invita a no ser neutrales ante la injusticia. Donde la veamos debemos levantar la voz, trabajar por la dignidad humana y no tolerar la indiferencia.
La justicia empieza en lo pequeño: ser honestos, respetar al otro, no aprovecharse de las debilidades del sistema para beneficio propio. Pero también implica lo grande: exigir condiciones dignas, denunciar los abusos y participar activamente en la reconstrucción de una Venezuela más equitativa.
Jesús también fue un modelo de esperanza. Su vida entera, incluso ante la muerte, fue un testimonio de que el bien es más fuerte que el mal, de que la oscuridad nunca tiene la última palabra. Mantener la esperanza es un acto de rebeldía frente a la desesperanza. Es creer que podemos sanar, reconstruir y florecer. Es negarnos a aceptar que la situación actual es irreversible. Esa esperanza se fortalece en la fe, pero también en las acciones: en cada madre que educa con amor, en cada joven que estudia con cansancio, en cada ciudadano que trabaja con honestidad.
Vivir el mensaje de Jesús no requiere ser perfecto ni tener una fe inquebrantable. Requiere disposición. Requiere ver al otro con compasión, actuar con justicia, perdonar desde el corazón, y no cerrar los ojos ante el sufrimiento ajeno. En esta Semana Santa, más allá de la tradición y el recogimiento, estamos invitados a un compromiso real y profundo con el evangelio.
En Venezuela el cristianismo no debe quedarse en los templos ni en los altares. Debe salir a las calles, hacerse vida en los barrios, en las familias, en las escuelas y en los lugares de trabajo. Porque si algo nos enseñó Jesús, es que el Reino de Dios no está en las alturas, sino en medio de nosotros.
Que esta Semana Santa nos sirva para renovar el compromiso con una vida más justa, más humana y más fraterna. Que el mensaje de Jesús no sea solo recordado, sino vivido. Y que su ejemplo nos inspire a construir, incluso en medio del dolor, una Venezuela más solidaria, más compasiva y más esperanzada.