Si alguna sensación tenemos los venezolanos en estos tiempos, es que los numerosos problemas de nuestro país crecen y se acumulan sin solución alguna; mientras la misma dinámica perversa en la cual estamos envueltos, lejos de solucionarlos, lo que hace es generar otros nuevos.
Y esto lo decimos a propósito de que se ha vuelto a poner sobre la mesa uno de los temas más espinosos de la venezolanidad: nuestra soberanía sobre el territorio Esequibo.
Esta mancha en nuestra alma como nación reflota de tanto en tanto, recordando los desaciertos y la inacción que han torpedeado lo que quizá sea y haya sido el problema diplomático más complejo que haya tenido nuestra nación.
En la actual oportunidad, voceros oficialistas denuncian injerencia de Estados Unidos en la delicada disputa, a raíz de explotaciones petroleras en el territorio en reclamación. Incluso se invoca la mediación de las Naciones Unidas. Un asunto espinoso que, por cierto, ha sufrido tanto el abandono como la inconsistencia, según la situación política del momento. Esto lo ha metido en el congelador, porque no está en la agenda de prioridades ante una situación determinada.
Sí, es un asunto que hay que retomar con sentido de urgencia. Sin embargo, a esta deuda histórica que hoy resuena en nuestros titulares y que arrastramos desde hace muchas décadas, se suman –y multiplican– los incontables asuntos de la Venezuela contemporánea; los que han ido surgiendo a través de los años más recientes y que no han sido atendidos. Que simplemente se dejan acumular por la inacción de quienes dicen ser autoridades, pero que no ejercen su potestad de accionar en pro del bienestar de la colectividad.
La pregunta es: ¿cómo puede Venezuela ocuparse del Territorio Esequibo, cuando se encuentra en el momento más vulnerable de su historia?
La respuesta es que sí, que tenemos que ocuparnos; pero todos los errores y desaciertos acumulados nos colocan en una condición desventajosa para bordar cualquier proyecto colectivo en este momento. Es un lastre que nos pone a pelear con una mano atada a la espalda, en cualquier propósito que nos tracemos como país.
Y nuestro primer peso sobre los hombros es el asunto económico. El deterioro de nuestra fortaleza en ese sentido es lo que más torpedea la calidad de vida del venezolano actual.
Venezuela perdió casi dos terceras partes de su Producto Interno Bruto entre 2013 y 2019, mantuvo su caída en 2020 y muestra unas proyecciones nada halagüeñas para el año que empieza. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la economía venezolana cayó un 30 % en 2020, casi el doble de lo que preveía antes de la pandemia, y proyecta que este año el descenso del PIB será del 7 %.
En nuestros recorridos por el estado Miranda, fuimos abordados recientemente por un parroquiano de Petare, que nos señalo, sin más rodeos: “Mi preocupación es la economía”.
Mientras la agenda de discusión de opinión pública sigue siendo el habitual cuadrilátero, donde un tema desplaza a otro y muchos se pelean la atención a la vez, este agudo caballero que nos abordó llamó la atención a no perder el foco: si no nos arremangamos la camisa para entrarle a fondo al asunto económico, cualquier otra pelea va a estar perdida. Y no va a concitar el interés de la gente, secuestrada por su urgencia de sobrevivir.
Un asunto que no es de sorprenderse. Ya es lugar común comentar que muchas elecciones se ganan –o se pierden– sacando la cuenta del escenario económico en el cual se desenvuelven.
“¡Es la economía, estúpido!» fue la célebre frase de James Carville, asesor de Bill Clinton en la campaña que en 1992, que impulsó a este desde su posición de gobernador de Arkansas hasta la Casa Blanca, desconcertando a su contrincante republicano, George Bush padre, al discutir los problemas cotidianos y las necesidades más perentorias de los ciudadanos.
Y vuelve a ser de actualidad cuando los gobiernos de cualquier lugar pierden el norte de lo que es esencial para sus ciudadanos, extraviándose en una retórica que no alivia los problemas y que más bien echa combustible a la indignación.
Pero no es necesario elevarse hasta los niveles de la alta política internacional para entender esta verdad lapidaria.
¿Cuál es entones la solución? Pues estamos sin duda ante un reto de enormes proporciones, cuando vemos que los crecientes problemas de la actualidad no han hecho sino empujar a la segunda línea asuntos cuya urgencia y complejidad nade puede poner en discusión.
Y que estallan en el momento menos pensado, solo para hacernos concientizar que no las atendimos cuando se debían. Y ahora, deben estar en la línea de acción en forma paralela con nuestras desgracias cotidianas. Así de compleja es la tarea que tenemos por delante.