En los albores del siglo XXI, Venezuela se encontraba en la cúspide de su bonanza petrolera. Las multinacionales plenaban (plagaban) el panorama económico del país, extrayendo el tan buscado oro negro de nuestras vastas reservas subterráneas.
Los ingresos petroleros fluían como un río sin fin visible, alimentando un estado de euforia financiera y deslumbrando al mundo con la aparente prosperidad de esta nación, que se prolongaría por décadas.
Sin embargo, tras aquellos días de opulencia, se escondía una verdad incómoda y mil veces cuestionada: la fragilidad de una economía excesivamente dependiente de un solo recurso.
La sobreestimación de la industria petrolera durante su apogeo se revelaría como el mayor error en la historia de Venezuela. En lugar de diversificar su economía y construir una base sólida para el futuro, el país se entregó a un derroche desenfrenado, alimentado por fabulosos ingresos.
La excesiva confianza financiera llevó a decisiones imprudentes. En octubre de 2014, se afirmaba que un gobierno revolucionario, respaldado por un poder económico aparentemente inquebrantable, tenía planes para sortear cualquier eventualidad, incluso si los precios del petróleo se desplomaban.
Sin embargo, apenas 15 meses después, se decretó la emergencia económica, una medida drástica para enfrentar la crisis que se cernía sobre el país.
El desplome de los precios del petróleo y la mala gestión económica sumieron a Venezuela en una espiral descendente. La inflación descontrolada, la escasez de bienes básicos y el colapso de los servicios públicos se convirtieron desde aquellos momentos y hasta el sol de hoy en el pan de cada día.
Aunque en 1998, al inicio del gobierno de Hugo Chávez, el precio del petróleo venezolano se encontraba en apenas US$11 por barril, el nivel de vida de la ciudadanía era considerablemente más alto que en la actualidad. Basta preguntar a quienes vivieron aquellos tiempos para comparar su testimonio, y somos muchos quienes lo vivimos y recordamos.
Durante el período de bonanza petrolera que se extendió desde 1999 hasta 2014, Venezuela recibió ingresos astronómicos provenientes de la exportación de crudo. Sin embargo, en lugar de invertir en diversificar la economía y fortalecer otras industrias, como tanto se ha aconsejado por décadas; el país optó por un modelo insostenible de gasto público desmesurado y endeudamiento crónico. La producción nacional se descuidó, y la capacidad de refinación y exploración petrolera disminuyó considerablemente.
El gobierno venezolano intentó ocultar temporalmente esta realidad con importaciones masivas y un gasto público fuera de control. Incluso cuando los precios del petróleo superaban los US$100 por barril, el país gastaba como si el crudo se cotizara a casi el doble de ese valor. Por eso, la caída era inevitable.
La situación se complicó aún más con una gestión errática de la principal y medular industria nacional. Hoy en día, la producción de petróleo en Venezuela se encuentra en su nivel más bajo en décadas, representando apenas una fracción de lo que solía ser.
A pesar de los esfuerzos por impulsar la productividad, los expertos son cautelosos al evaluar las posibilidades reales de recuperación, dada la magnitud de la crisis estructural que enfrenta el país.
Sin embargo, no todo está perdido. La experiencia de Noruega ofrece un faro de esperanza en medio de la oscuridad. Al administrar sabiamente su bonanza petrolera, el país nórdico pudo construir una economía diversificada y resistente, preparada para enfrentar tiempos difíciles.
Venezuela puede y debe aprender de este ejemplo, invirtiendo en la diversificación económica, la transparencia en la gestión de recursos y el desarrollo del capital humano.
Ya basta de demonizar a la industria petrolera, cuando ella en sí misma no tiene responsabilidad alguna. Se trata de como la maneje cada nación, y hay muchos ejemplos exitosos al respecto en el mundo.
El desafío de reconstruir una Venezuela próspera y resiliente está en nuestras manos. Podemos lamentarnos por los errores del pasado y tomar medidas audaces para escribir un nuevo capítulo en nuestra historia.
La lección está clara: la riqueza petrolera puede ser una bendición o “el excremento del diablo”, dependiendo de cómo se administre. La decisión es nuestra, como también la fuerza laboral y el conocimiento necesario para revertir este destino, que no está escrito en piedra y que podemos cambiar.
La industria petrolera sí es recuperable y aún puede dar mucho. Necesitamos que así suceda, porque sigue siendo el gran recurso que tenemos a mano; pero urge innovar en nuestra gestión de la misma, para no volver a tropezar una vez más con la piedra que hemos tropezado eternamente.