En la compleja trama socioeconómica que define a las naciones, la pobreza emerge como un oscuro protagonista. No solo representa una afrenta a la dignidad humana, sino que también se ha convertido en un instrumento sutil, aunque efectivo, de control poblacional en diversos rincones del planeta.
Estamos hablando de algo que va mucho más allá de falta de ingresos o recursos para garantizar la subsistencia; es un fenómeno complejo que permea todos los aspectos de una sociedad.
La escasez de recursos materiales impone una serie de limitaciones para el desarrollo y las aspiraciones del ciudadano. Torpedea el progreso, las posibilidades de estudiar y de desarrollarse para contribuir al bienestar propio y del país, impide el acceso pleno a las comodidades y ventajas que la humanidad ha conquistado a través del progreso y conocimiento.
La falta de recursos básicos como alimentos, agua potable, vivienda adecuada, atención médica y educación de calidad crea un círculo vicioso del cual es difícil escapar. En este contexto, la ciudadanía se ve forzada a dedicar la mayoría de sus energías y recursos a buscarse la vida, dejando poco margen para la reflexión crítica o la movilización social.
La dependencia resultante inhibe la capacidad de organización de las personas, creando así un entorno propicio para que no se produzcan los cambios en las sociedades.
La Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi 2024), que presenta anualmente la Universidad Católica Andrés Bello, detalla que 51,9 por ciento de los hogares del país vive en la pobreza, lo que representa un aumento de 1,4 por ciento con respecto al mismo estudio del año pasado.
Quizá uno de los aspectos más alarmantes del estudio es el hecho de que, desde el año pasado, los investigadores de la encuesta advertían la disminución del número de estudiantes en Venezuela.
Se trata de una información devastadora, ya que el estudio es el gran igualador hacia arriba de las sociedades, la herramienta para progresar en todos los sentidos y dejar atrás las limitaciones económicas, con todas sus consecuencias adversas.
La falta de inversión de un país en su capital humano perpetúa un ciclo intergeneracional que obstaculiza el progreso económico a largo plazo. Además, se pueden generar economías paralelas informales que erosionan aún más la estabilidad económica.
Las condiciones de vida precarias y la falta de acceso a servicios de atención médica adecuados contribuyen a una mayor prevalencia de dolencias infecciosas, desnutrición y enfermedades crónicas.
Las brechas económicas dividen a la sociedad en fragmentos disonantes, creando una atmósfera de desesperanza y descontento.
En medio de esta compleja situación, la relación entre pobreza y dependencia del gobierno emerge como un campanazo de alerta. Desde una perspectiva objetiva, es innegable que existe una correlación directa: a mayor necesidad, mayor dependencia del gobierno.
En medio de una crisis económica que parece no tener fin, Venezuela necesita urgentemente un cambio de rumbo. Es evidente que el país requiere un enfoque radicalmente diferente para salir del abismo en el que se encuentra.
La fórmula para escapar de este letal círculo vicioso no es otra que promover la empresa privada, generar empleos bien remunerados y fomentar la producción de bienes y servicios.
Es necesario acabar con la retórica que ha imperado durante tanto tiempo y reconocer que es la iniciativa particular la que genera riqueza, crea empleo y dinamiza la economía.
El Estado no puede ni debe controlarlo todo; su papel es facilitador, garantizando un entorno propicio para la inversión y el emprendimiento. Generar empleos bien remunerados, formales y dignos, es fundamental.
Se deben crear millones de empleos en moneda dura, para que los mismos empleados públicos quieran migrar a ese sector privado, por lo atractivo que significaría trabajar ahí. Esto no solo beneficiará a los trabajadores, también contribuirá a dinamizar el mercado y fortalecerá el consumo.
La producción de bienes y servicios debe ser el pilar de la economía venezolana. Es necesario impulsar la producción nacional, apoyando a los productores locales y promoviendo la innovación y la tecnología en todos los ámbitos.
Los líderes políticos que realmente quieran el bienestar de sus compatriotas deben trabajar en la búsqueda de soluciones efectivas. La sociedad en su conjunto también debe asumir su responsabilidad y comprometerse con la construcción de un paradigma nuevo y eficaz.
También se necesita un compromiso con la redistribución de la riqueza y la promoción de una economía inclusiva, que no deje a nadie atrás. Solo así será posible construir un país próspero, justo y democrático en el que todos los venezolanos puedan desarrollarse plenamente.