Si algún mal se come a la humanidad sin piedad alguna y a pasos agigantados, ese es la pobreza. Y no estamos hablando solamente de Venezuela, sino de una tragedia que arropa al planeta y se extiende, como un virus similar a la pandemia que nos acaba de azotar.
De los 8 mil millones de personas que según la Organización de las Naciones Unidas vivián en el mundo entero para noviembre del año pasado, se calcula que más de 700 millones o un 10% viven en pobreza extrema, según el mencionado organismo. La humanidad podría salir de una de sus peores desgracias, si existiera una vacuna contra la pobreza. La cosa es que sí la hay. Se llama educación. Razón tenía nuestro Libertador al ponerla en sitial de honor cuando de levantar una patria se trataba. “Las naciones marchan hacia el término de su grandeza con el mismo paso con que camina la educación”, decía Simón Bolívar. Es el pilar fundamental para el desarrollo de los individuos y de un país. No solo proporciona conocimientos académicos, sino que también brinda habilidades y herramientas para enfrentar la vida. Lamentablemente, no todos tienen acceso a ella, y esto trae consecuencias tan numerosas como graves. Entre otras, la limitación de oportunidades laborales, empujando a quienes no la pudieron obtener a trabajos de baja remuneración y con pocas posibilidades de desarrollo. Esto puede conducir a una frágil situación financiera, a las dificultades para cubrir las necesidades básicas y finalmente, a un riesgo muy superior de caer en la pobreza y no tener elementos para escapar de la exclusión social. También la persona puede encontrarse limitada en su capacidad para resolver problemas, tomar decisiones informadas y participar activamente en la sociedad. Esto afecta su desarrollo personal y su capacidad para adaptarse a un mundo en constante cambio, lo cual arrastra a sentimientos de aislamiento y desesperanza. Adicionalmente, es un triste desperdicio de todo el talento que podría contribuir al crecimiento de un país. Porque, en un mundo totalmente interconectado y altamente competitivo, la calidad educativa es un factor determinante en la capacidad de un país para posicionarse y competir en la escena internacional. Las naciones con una educación sólida y orientada hacia el futuro, tienen más probabilidades de atraer inversiones, tecnología y talento extranjero. Por el contrario, aquellas con una educación de baja calidad se quedan rezagados en la economía global, lo que dificulta su capacidad para impulsar la innovación, la productividad y el crecimiento sostenible. Sin una fuerza laboral calificada y adaptable, el país se arriesga a quedar relegado y a depender de la importación de conocimiento y tecnología. Se ve rezagado en la carrera global por el progreso. La educación de baja calidad también puede erosionar la democracia y la participación ciudadana. Una ciudadanía educada es esencial para mantener saludable a una sociedad democrática. Cuando la educación tiene techo bajo, los ciudadanos tienen menos oportunidades de adquirir las habilidades necesarias para comprender y participar en los procesos políticos y sociales. Esto trae el estancamiento y, finalmente, la involución del país. Los individuos bien educados están más preparados para enfrentar los retos del mercado laboral, lo que se traduce en una mayor productividad y competitividad. Además, una fuerza laboral con habilidades y conocimientos actualizados aporta innovación y creatividad a la economía, fomentando el emprendimiento y la generación de empleo. Demás está decir que proporciona las habilidades para salir del círculo de la pobreza y romper con la transmisión intergeneracional de la desigualdad. La educación es una inversión poderosa que trasciende generaciones y fronteras. La ampliación del conocimiento, las oportunidades de empleo, el empoderamiento personal y la mejora de la salud son solo algunas de las formas en que una educación de calidad puede transformar la vida de un individuo y por consecuencia, de la nación. En última instancia, la educación es el cimiento sobre el cual se construye un futuro brillante, tanto a nivel individual como para el progreso de la sociedad en su conjunto. Es por eso que cualquier proyecto de cambio estructural que se pretenda adelantar en nuestro país, pasa forzosamente por una reforma educativa profunda, que permita que todos tengan las mismas oportunidades, independientemente del origen de cada uno. No descubrimos el agua tibia cuando afirmamos que la educación es un derecho fundamental, que debería estar al alcance de todos. Pero hay que repetirlo. Sencillamente porque es verdad y porque debemos poner todo nuestro empeño en que se convierta en hechos.