Cuando tenemos la Navidad a la vuelta de la esquina y no vemos mejoría alguna en las adversidades que nos afectan como país, es muy difícil no dejarse vencer por el mal ánimo.
Y es que muchos recordamos cuando estos tiempos eran prósperos y de expectativa, no tanto por lo material, que también es importante, sino por los reencuentros que estaban por suceder entre familiares y amigos.
Lo valioso era la celebración, el compartir y el poder tener algún detalle con la gente que nos importaba. Y sí, también era una merecida recompensa a un año de trabajo duro el poder comprarse ropa, viajar, pintar la casa o adquirir algún nuevo electrodoméstico.
Hoy no es así y todos lo sabemos. Desde hace rato que sentimos que cada diciembre es peor que el anterior y eso se debe a esta deriva en la cual irresponsablemente ha sido abandonada nuestra nación, aunada por supuesto a la pésima administración de nuestros recursos, de unos recursos que deberían bastarnos y sobrarnos para que en estas fiestas decembrinas tuviéramos bendiciones de sobra para celebrar en paz y con prosperidad.
Para quienes quieran rebatir esta argumentación, es muy fácil sentarse a echar números con lápiz y papel, lo cual sirve para demostrar que estamos totalmente en lo cierto.
Veamos un ejemplo: una familia venezolana tiene en promedio unos 4 o 5 integrantes. 5 personas necesitan por lo menos unos 357 dólares para cubrir lo básico en alimentación.
Aquí no van incluidos ni lujos ni gusticos. Eso representa 22 salarios mínimos.
Otro ejemplo vergonzoso es que un maestro venezolano gana apenas entre 10 y 30 dólares al mes. Son sueldos que en otros países se ganan por día e incluso por hora. Esto se replica en muchas otras profesiones.
Incluso, esto ha desmotivado a las nuevas generaciones del estudio, de perseguir el conocimiento y objetivos académicos. ¿Por qué? Pues porque sencillamente la percepción es que el conocimiento y el mérito estudiantil no paga en esta sociedad. Y entonces, ¿para qué se va a hacer el esfuerzo?
Vaya usted e intente comprar los ingredientes necesarios para hacer las hallacas de una familia o un par de zapatos para el estreno navideño. La desproporción entre lo ganado y lo que se debe gastar es tan absolutamente grotesca, que es el mejor testimonio del fracaso de este experimento perverso que se ha intentado hacer con nuestro país.
Muchos se ven obligados a buscar otros empleos alternativos, recargándose de responsabilidades, afectando su salud y recortando el tiempo que debería ser de descanso o de compartir con sus seres queridos. ¿Y todo para qué? Para ganar apenas un poco más, para tapar algunos huecos en el presupuesto, para correr la arruga de un problema demasiado grande y complejo, que probablemente solo se postergará para un poco más adelante.
En medio de este día a día, que ni siquiera permite cubrir los gastos más elementales de la familia venezolana, es como tenemos que enfrentar la realidad económica que hoy padecemos. Mucho menos podemos pensar en el justo y merecido presupuesto para celebrar la fiesta más importante del año, la cual es de un especial arraigo en nuestra patria, de gran tradición creyente en el cristianismo.
No creemos que haya manera alguna de calificar como felices a las Navidades que tendremos por delante, de cara a esta realidad.
Por si este desolador panorama fuera poco, están ya comenzando a aparecer ornamentos en ciertos lugares públicos del país, que definitivamente buscan hacer el paro, seguirle la corriente a aquella afirmación tragicómica de que “Venezuela se arregló”.
No sabemos si alguien lo habrá dicho en serio en algún momento, pero no nos cabe duda de que muchos lo dicen con marcado sarcasmo, amargura y hasta dolor.
En todo caso, el intentar disfrazar al país con luces y adornos en las calles más visibles, no disimula en lo más mínimo lo que se puede ver para quienes se atrevan a asomarse en las transversales o lo que es más fácil aún, a hablar con la gente.
Esta es una realidad que no se puede ocultar, sencillamente porque todos la estamos sufriendo en carne propia. Cada vez que vemos estas puestas en escena, no cabe sino preguntarnos hacia quién estarán dirigidas, porque no son muchos quienes las pueden creer.
Y por si todo esto no fuese suficiente, arribamos una vez más a un fin de año con familias desmembradas y dispersas por el mundo. No solamente no vuelven quienes se han ido, sino que además continúan marchándose nuevos parientes, anta la ausencia absoluta de perspectivas de mejorías en esta desgracia nacional.
Las fiestas de fin de año son el más amargo recordatorio de que estamos siendo conducidos a toda velocidad en la dirección equivocada. El balance del 31 de diciembre se lleva una buena tajada de sentimiento ante todo lo que falta y todo lo que duele. Esto no puede seguir siendo así.