Mientras los docentes de nuestro país vuelven a salir una vez más a las calles, el resto de los venezolanos no podemos más que verlos con una profunda vergüenza.
Es pública la humillación continuada a la cual son sometidos estos profesionales, que son el pilar de cualquier sociedad civilizada y que aquí solamente obtienen desprecio de parte de quienes deberían velar por su calidad de vida.
Son miles los trabajadores activos y jubilados del sector educativo que exigen mayores salarios, que estén al menos dentro de lo mínimamente decente para subsistir. También reclaman por la restitución de beneficios perdidos, que fueron ganados en su momento por derecho propio.
Además, pelean por la contratación colectiva que tiene que amparar a todo gremio y más aún al de ellos, que debería estar entre los más celosamente protegidos.
Lejos de eso, lo que consiguen va mucho más allá de la indiferencia y llega hasta el insulto, el odio y la amenaza. Definitivamente, el saber y el conocimiento son considerados como delitos por gente que ha estado muy lejos de dedicar su vida al propósito de formarse y crecer como individuos que puedan aportar a su país.
“No somos mendigos”, dicen. Que un docente tenga que pronunciar semejante frase, habla del nivel profundo de fractura de nuestra nación. De un país que no solamente está sumido en una profunda grieta en el momento actual, sino que además está echando por la borda toda posibilidad de redención futura, al patear literalmente a los formadores de las generaciones por venir, que son los únicos en quienes podemos poner las esperanzas de ser la Venezuela que alguna vez soñamos con ser y que se nos escapó en medio de delirios tan desquiciados como inútiles.
Mientras tanto, echamos un vistazo a las naciones que mejor tratan a sus profesores y veremos cuán lejos nos encontramos de esos ejemplos.
Apenas es contratado en Vietnam, a un maestro le preguntan cuáles son los objetivos que quiere alcanzar en su carrera. Le dan la opción de trabajar en primera línea con niños y adolescentes, un cargo gerencial o la posibilidad de investigar y desarrollar técnicas y metodologías educativas. A partir de ahí, el docente y el director de la escuela trabajan juntos para estructurar la carrera del primero sobre la base de sus preferencias.
En Japón, el pago de bonos adicionales, la capacidad de acelerar los ascensos profesionales y la idea de enfrentar retos hacen atractiva la tarea de enseñar en las escuelas menos favorecidas del país, que es justamente donde se necesitan los mejores maestros.
En Estonia, la evolución de los salarios y la autonomía para aplicar métodos creativos de enseñanza, hacen de la carrera docente una de las más codiciadas.
En Singapur, los mejores alumnos de bachillerato son «reclutados» para que se conviertan en profesores gracias a la oferta de atractivas condiciones para estudiar y trabajar, incluyendo una generosa beca mensual durante el periodo de entrenamiento.
¿Qué tienen en común estos países? Muchas cosas. La profesión es valorada y, más importante aún, la carrera es estimulante, lo que atrae a buenos profesionales a los salones de clase.
Adicionalmente, todos los países que ostentan resultados exitosos en educación no tienen grandes disparidades en la calidad de la educación impartida a estudiantes ricos y pobres. Y se debe subrayar que el esfuerzo busca igualar hacia arriba, que las comunidades menos privilegiadas tengan una docencia de primer nivel, porque esta es también la manera de igualar hacia arriba a una sociedad.
Todo esto hace que los maestros se motiven, que tengan sus necesidades primarias resueltas y que puedan poner su energía en la delicada misión que les toca en la sociedad.
Mientras tanto, los nuestros deben lidiar con enormes esfuerzos para llevar la comida a la casa, rogar porque no aparezca ningún gasto imprevisto, olvidarse del derecho a tener casa propia o un automóvil y temer permanentemente que cualquier condición de salud convierta sus vidas en un infierno.
Decía Simón Rodríguez: “El maestro de niños debe ser sabio, ilustrado, filósofo y comunicativo, porque su oficio es formar hombres para la sociedad”. Mal pueden los nuestros poner empeño en su labor si deben ocuparse de defenderse de quienes deberían proveer para ellos. ¿Qué hombres estamos formando para nuestra sociedad, con unos maestros que se ven forzados a protestar por sus derechos más elementales?
Pero si algo hemos visto en estos días es que nuestros docentes son combativos, están en pie de lucha, no se rinden ni renuncian a su sentido de la justicia.
Quizá el mayor beneficio de este momento amargo sea la inesperada lección que nuestros niños y jóvenes están recibiendo de sus profesores, gracias a su tenaz protesta para denunciar lo que está mal y exigir que cambie.