A raíz de la creciente ola migratoria de venezolanos en la última década, hemos comenzado a observar un fenómeno preocupante, doloroso y creciente. Se trata de la xenofobia de la cual son víctimas nuestros compatriotas en algunos de los destinos que finalmente alcanzan.
La xenofobia es el rechazo u odio al extranjero o inmigrante, cuyas manifestaciones pueden ir desde el simple rechazo, pasando por diversos tipos de agresiones y, en algunos casos, desembocar en asesinatos.
La mayoría de las veces se basa en el sentimiento exacerbado de nacionalismo, aunque también puede ir unida al racismo, o discriminación ejercida en función de la etnia. Según los antropólogos, la prevención frente al extranjero sería un rasgo evolutivo arcaico.
Con más de seis millones de venezolanos dispersos por el planeta, de acuerdo a la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados, la vulnerabilidad a nuestros coterráneos en terceras naciones es creciente.
Tenemos que recordar que, al margen de su consideración ética, la xenofobia puede ser un delito. Numerosos Estados tienen tipificadas como tales las conductas racistas y xenófobas.
Con sobrada razón la indignación de nuestro gentilicio se incrementa con todo este panorama plagado de injusticias. Y es que Venezuela fue el país más abierto a la migración durante sus años de mayor prosperidad.
Desde hace mucho tiempo atrás se comenzó a correr la historia de este país de gente amable, de clima perfecto y de riquezas que bastaban y sobraban, no solamente para sus pobladores, sino para quien quisiera llegar y trabajarlas.
Ese que tomara la decisión de hacerlo, podría ver bienestar más allá de lo imaginado, en tanto y en cuanto se esforzara en salir adelante. Fue así como recibimos significativas olas de migrantes.
Tras el descubrimiento de considerables reservas petroleras, en 1922, en la década de 1940 comenzó una primera ola migratoria desde la Europa en guerra, que, gracias al aumento permanente del nivel de vida en el país, generado por la renta petrolera, continuó incrementándose.
De hecho, creció más a partir de la postguerra. Entre 1948 y 1961, ingresaron a Venezuela 920 mil inmigrantes, principalmente españoles, italianos y portugueses, cuando el país apenas contaba con unos 5 a 7 millones de habitantes. Era gente que huía de la devastación, del hambre, de todo el horror que es capaz de causar el ser humano cuando se deja captar para el mal.
Y en los años 60 y 70 recibimos a numerosos grupos humanos desde Suramérica. Ellos escapaban también de persecuciones políticas crueles, decididas a acabar incluso con sus vidas.
Esos migrantes fueron recibidos aquí con los brazos abiertos. Se entretejieron con nosotros, formaron parte activa y medular de nuestra sociedad. Prosperaron y nos hicieron prosperar.
Enriquecieron la construcción, el comercio, la gastronomía, la creciente industria petrolera, las artes. Muchos de nosotros estamos emparentados con algunos de ellos e incluso dieron origen a nuestras legendarias reinas de bellezas, por una mezcla de razas que fue bendecida.
Increíblemente, son muchas de estas naciones las que hoy estigmatizan a nuestro gentilicio. No vamos a generalizar, porque no queremos cometer el mismo pecado que se comete en nuestra contra; pero una cantidad representativa de sus habitantes reacciona con odio y miedo hacia el extranjero. Y ahora, el extranjero somos nosotros.
Los episodios masivos de agresiones a venezolanos, incluso quemando sus pertenencias, están más allá del dolor descriptible e imaginable para todos nosotros.
A propósito de la situación de los venezolanos en Chile, las Naciones Unidas piden que no se utilicen “hechos aislados para fomentar la discriminación y la violencia contra personas refugiadas y migrantes”.
Quisiéramos que fueran bien recibidos los nuestros en otras tierras. Porque la enorme mayoría simplemente quiere trabajar y hacerse de un espacio que se le ha negado en su propio país. Solamente desean aportar a la nación que los reciba, a cambio de la seguridad que aquí no pudieron encontrar. Que sus hijos crezcan con educación y salud, poder enviar dinero justamente ganado a los parientes que no pudieron acompañarlos.
Eso es todo, y es algo bueno para el país receptor, que obtiene mano de obra dispuesta a laborar y se beneficia de la fuga de cerebros que padecemos. El rasgo ingenioso y emprendedor de nuestros compatriotas también ha sido reconocido en numerosas latitudes a estas alturas. Es el ejemplo de República Dominicana, que anunció el año pasado la regularización de más de cien mil venezolanos, a los que considera una fuerza laboral calificada.
Sigue estando en nosotros, en cada ser humano, la racionalización y contención del sentimiento xenófobo, el miedo al diferente.