Desde hace mucho tiempo en nuestro país, la libertad de expresión e información se encuentran lamentablemente cuestionadas para algunos, ante diversas acciones judiciales que –a nuestro parecer– las ponen en permanente riesgo.
Es el caso hoy del diario El Nacional, el cual corre el riesgo de desaparecer como lo hemos conocido hasta ahora, como consecuencia de la decisión sobre una demanda millonaria que fue fallada en su contra.
Este resultado se revertiría eventualmente en un embargo de sus bienes que haría inviable la existencia futura de este medio de comunicación.
Y este hecho, que hoy llama la atención del mundo entero, nos pone a reflexionar sobre el rol de los medios de comunicación en la sociedad, y hasta qué punto pueden estos cumplir en Venezuela lo que se espera de ellos.
Sobre el derecho humano que ocupa nuestra reflexión de hoy, dice Amnistía Internacional: “La libertad de expresión implica poder comunicarnos y expresarnos libremente”. Y lo califica como “Un derecho fundamental para vivir en una sociedad justa y abierta”.
La libertad de expresión se establece como un derecho humano en virtud del artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y se reconoce en el derecho internacional de los derechos humanos en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
El artículo 19 de la DUDH establece que: «Toda persona tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión, este derecho incluye la libertad de mantener opiniones sin interferencia y de buscar, recibir y difundir información e ideas a través de cualquier medio de comunicación e independientemente de las fronteras; ya sea oralmente, por escrito o impreso, en forma de arte, o por cualquier otro medio de su elección».
Y lo cierto, es que a través del fluido ejercicio de este derecho se fortalece y se robustece una sociedad.
Los medios de comunicación son la caja de resonancia del pensar y el sentir de una colectividad. No se exige para ellos en sí mismo una patente de corso o un blindaje para que hagan lo que les venga en gana. Muy por el contrario, se defiende su accionar saludable como síntoma de que las cosas marchan por el camino adecuado en una nación.
Es la discusión pública la que regula en sí misma lo que pudiera ser cualquier exceso cometido por alguna persona que se exprese a través de los medios. Si hay calumnias, difamación, falsedades, mentiras o noticias forjadas, el mismo difusor lo pagará con el bien más preciado que puede tener alguna entidad dedicada a la difusión de información: su propia credibilidad.
El periódico, televisora, emisora radial o sitio web que se atreviera a utilizar su tribuna con fines desapegados de la misión establecida por su lugar en la sociedad, quedaría sin duda fuera de juego por esta misma mecánica, sin la necesidad de un tercer regulador externo que emita algún tipo de sanción sobre el asunto.
Ciertamente estas libertades contemplan sus límites, como todo lo que sucede en una sociedad, en tanto y en cuanto sea potencialmente capaz de perjudicar a terceros.
Es por eso que la versión del Artículo 19 en el PIDCP lo tiene en cuenta más adelante, al afirmar que el ejercicio de estos derechos conlleva «deberes y responsabilidades especiales» y «por lo tanto, estar sujeto a ciertas restricciones» cuando sea necesario «para respetar los derechos o la reputación de otros» o «para la protección de la seguridad nacional o del orden público, o de la salud o la moral públicas».
La cosa es el terreno gris y pantanoso donde caen estas mencionadas excepciones, las cuales sin duda son permanente objeto de subjetividades o de puntos de vista. Como lo es el ejercicio mismo de este derecho.
La tutoría de la libertad de expresión es sin duda un riesgo perenne, ya que, desde la distinta manera de ver un asunto, más de uno suele pretender abrogarse esta función.
Y la historia, el tiempo, nos han dado como lección que es preferible inclinar el plato de la balanza hacia una mayor libertad y hacia la autorregulación que hacia las restricciones.
En nuestra convicción, es preferible crear espacio para el libre accionar en este sentido y que sea el mismo grupo social quien condene los eventuales excesos, antes que hacer cotidianos los cercos a este ejercicio ciudadano.
Es el debate mismo uno de los elementos regulatorios más saludables, ante cualquier exceso en el ejercicio de estas libertades.
Pero sin duda, el atemorizar a los mencionados actores de manera sistemática, es un flaco favor que se le hace a cualquier país. Puede no percibirse así de entrada, pero la democracia se comienza a encoger, a estrechar, pierde su salud y finalmente su razón de ser.
No pretendemos dar respuestas. Sin embargo, esta es una discusión que hay que dar, vistos los hechos que nos ocupan hoy.