Las informaciones que nos llegan desde Colombia son desalentadoras. Dos semanas después del inicio de las protestas masivas, por lo menos 42 personas –incluyendo un agente de la policía- han fallecido trágicamente. El número de víctimas continúa creciendo.
Al momento de escribir estas líneas, pudimos conocer que más de mil cien policías y manifestantes han resultado heridos y se piensa que por lo menos cuatrocientas personas están desaparecidas, según lo informan grupos de derechos humanos de la vecina nación.
Es algo que nos toca y nos hiere en lo muy cercano, no solamente por la proximidad y la frontera compartida; sino también por nuestra amplia hermandad afectiva, económica y cultural.
Duele mucho ver a Colombia enfrascada en una diatriba interna de semejante intensidad y gravedad. Especialmente, porque esta tierra ha hecho grandes progresos en las últimas décadas, después de haber vivido por mucho tiempo en situaciones extremadamente adversas.
Los colombianos lograron arrinconar a la violencia con su trabajo. Generaron prosperidad y paz a contrapelo de una situación tercamente difícil e incluso, convirtieron a su patria en una alternativa para los numerosos venezolanos que escapan de nuestro país, agobiados por la complejidad de una situación que les expropia la esperanza y el derecho de un futuro mejor.
Sea de paso o para establecerse, Colombia ha significado un apoyo trascendental para nuestra nación en los últimos tiempos. Allí, hoy, numerosos compatriotas ven con dolor cómo una sociedad dividida y enfrentada desdibuja el prometido paraíso al cual llegaron tiempo atrás.
Y es que, ciertamente, los conflictos de fondo seguían moviéndose debajo de esa superficie de aparente concordia y progreso.
Las protestas comenzaron el pasado 28 de abril, debido a una reforma tributaria que no fue aceptada por un grueso sector de la opinión pública.
El presidente Iván Duque envió al Congreso una iniciativa que incrementaría la recaudación fiscal del gobierno. Pechaba, principalmente, a la clase media y baja, y era benévola con el empresariado bajo el argumento de la generación de empleos.
Liderados por sindicalistas, estudiantes, pequeños agricultores y defensores de derechos de la mujer, comunidades afrocolombianas e indígenas y personas LGBT, los manifestantes ahora están expresando muchos otros reclamos relacionados con la desigualdad económica, el fracaso del gobierno para establecer un acuerdo de paz en 2016 con el grupo guerrillero más grande del país y la violencia contra los líderes sociales.
También están denunciando la respuesta de las fuerzas de seguridad en las calles, que muchos consideran ha sido desproporcionada. Esta acusación ha sido respaldada nada más y nada menos que por la Organización de las Naciones, Unidas, lo cual no es poca cosa. Este hecho nos remite a una referencia de cuánto ha escalado dicho conflicto.
Duque reaccionó rápidamente, pero no tanto como hubiera sido deseable. En sólo cuatro días, el 2 de mayo, el mandatario retiró la iniciativa; pero ya para entonces había muertos en las calles.
Y es que, más allá de la proverbial bondad y capacidad de trabajo del colombiano, el coctel de violencia que se ha logrado arrinconar, sigue vivo: guerrilla, paramilitares, carteles de droga y fuerzas de seguridad del estado conviven en una sociedad altamente volátil y dispuesta a reventar las amarras de la paz en cualquier momento, como lo ha demostrado en estos días.
La chispa que incendie la pradera puede ser, literalmente, cualquiera. Y así ha sido, como lo hemos visto en estos días.
A estas alturas, y con la reforma fiscal ya retirada, el asunto que detonó el caos es sencillamente lo de menos. Ahora, se le sacan viejas cuentas pendientes al gobierno. Cuentas que, de entrada, no tienen nada que ver con los motivos de las protestas.
Por ejemplo, una reforma al sistema de salud. Y, por si fuera poco, la exigencia de algunos sectores de la renuncia del presidente.
La hora menguada de nuestros hermanos nos recuerda al caracazo, aquel momento tremendamente trágico que vivió nuestro país hace más de 30 años, cuando una circunstancia similar –una medida impopular del gobierno– detonó también protestas con un saldo doloroso de vidas humanas.
Quizá se cometió el error de lanzar decisiones no suficientemente calibradas, en sociedades volátiles. El resultado se puede escapar de control y es lo que estamos viendo hoy.
Por suerte, el presidente Duque está abierto al diálogo. Y aunque los primeros acercamientos con los sectores inconformes no han arrojado resultados, el ejecutivo sigue empeñado en el diálogo.
Es la prueba de fuego para el político y para el país. Apostemos a un entendimiento, aunque las heridas serán difíciles de olvidar.