En estos tiempos, cuando nuestra nación se desdibuja, los venezolanos tendemos a agarrarnos de lo que parece eterno, de lo imperecedero, para definirnos como gentilicio.
Los puntos de referencia desaparecen ante nuestros ojos con una velocidad de vértigo, y nos dejan sin piso, sin algo que nos marque y nos defina quiénes somos.
Debe ser por ello que uno de los orgullos que nos queda para abrazar en nuestro país son sus bellezas naturales. Reconocidas mundialmente, son un activo que nos luce como imperecedero, un hilo que une el pasado con el futuro y del cual nos sujetamos como a un clavo ardiendo.
Sin embargo, esa maravilla de Dios que nos acuña también es sensible, muy sensible, y parecemos olvidarlo. A nuestra herencia de suelo rico también se la puede llevar por delante el error, la impericia y la indolencia.
Como una verdadera cachetada hemos recibido la reciente noticia del derrame petrolero acontecido en las playas de Morrocoy. Ese tesoro, que es nuestro y parecía más allá de todo, ha sido violentado de una manera desgarradora.
Por la triste experiencia de episodios anteriores –tanto en Venezuela como en otras latitudes–, sabemos que estos derrames afectan todo el ecosistema donde se produce el evento; lo cual perjudica gravemente la vida marina y la pesca, así como a las costas. Sus efectos pueden llegar a ser muy persistentes en el tiempo. Y la cruel realidad es que la mayoría de los desastres petrolíferos suceden en el mar, sobre todo cerca de las orillas, donde los ecosistemas son más diversos y llenos de millares de especies.
Estos eventos se llevan también por delante el sustento de los pescadores, obligan al cierre indefinido de playas, torpedean el turismo e incrementan la vulnerabilidad de las poblaciones costeras, cuya economía depende del producto marino y de los visitantes que disfrutan las playas.
La presidenta de la Sociedad Venezolana de Ecología, Velisa Morón, indicó que —según las imágenes satelitales— se estima que en las costas de los estados de Carabobo y Falcón se registró, desde el 1° de agosto, un derrame de unos 20 mil barriles de petróleo.
El viceministro de Ecosocialismo, Josué Lorca, informó por su parte que se estaban ejecutando trabajos de saneamiento en 15,2 kilómetros de costa, que incluyen siete cayos e islotes del Parque Nacional Morrocoy, lo cual da una idea de la extensión del derrame.
Desconocemos versiones oficiales sobre la causa de este desastre ecológico. Algunas hipótesis de grupos ambientalistas señalan que fue producto de una falla en un barco de la empresa estatal Petróleos de Venezuela, pero otros apuntan a que el inconveniente se produjo en la laguna de desechos de la refinería El Palito.
Mientras tanto, la Asamblea Nacional anunció recientemente que exigirá a PDVSA y al Ministerio de Ecosocialismo que realicen un cronograma de mantenimiento de las áreas del complejo de la refinería en cuestión, para poder establecer responsabilidades.
La presidenta de la Comisión Permanente de Ambiente y Recursos Naturales y de Cambio Climático del Parlamento, María Gabriela Hernández, dijo que este es el tercer derrame petrolero que se produce en el año y que hasta donde tienen conocimiento no se ha realizado ningún tipo de intervención por parte de las autoridades.
Según han referido expertos, el lamentable accidente afecta a poblaciones costeras como Chichiriviche, Boca de Aroa y Tucacas, y pone en grave peligro a numerosas especies marinas. De nuevo según la Sociedad Venezolana de Ecología, el derrame coincidió con la época reproductiva de las especies de coral.
Quizá lo más triste de todo esto es que se minimiza, que nadie sabe nada, que todos voltean hacia otro lado, que se hace lo imposible para restarle gravedad. Se asume una actitud de que los accidentes pasan porque sí, algo así como los huracanes y los terremotos, que son inevitables.
Y sabemos que no es cierto. La industria petrolera entraña riesgos extremadamente graves para la naturaleza y por eso tiene que ser sumamente cuidadosa y responsable.
Es un negocio que a nivel mundial extrema cada vez más su precauciones, para evitar desgracias de este tipo. Y en Venezuela llegamos a disfrutar de niveles ejemplares de excelencia, que se dejaron perder y que condujeron a una deriva que, entre otras cosas, genera las prácticas inadecuadas que son las responsable de esta clase de accidentes.
Los temores de que este despropósito que vimos los venezolanos arrasen con las bellezas naturales que considerábamos eternas, no son infundados.
De nada sirve rotular a las instituciones con proclamas como “ecosocialismo”, cuando en los hechos, los bajos estándares para evitar daños ambientales hacen que las cosas se vayan de las manos y escalen hasta niveles tan graves para el ambiente.
David Uzcátegui.